AUSENCIA

Publicado el 02 de noviembre de 2025 | Por J.C. Sobrepere | 76 visitas
Resumen: El Nobel de Física se dispone a preparar su discurso antes de la solemne entrega de los galardones.

Las copas de los árboles de la gran avenida se hundían en los balcones del Alstuz Mild Hotel.

Krianj Molde apuraba su cigarrillo. Una poderosa fuerza invadía su cuerpo, agarrotando todos sus miembros, congelándolo por dentro. Sus labios temblaban al sentir la boquilla y sus manos anhelaban algo que destrozar.

Siempre había detestado cualquier tipo de protagonismo, y ahora su corazón se encogía al oír su nombre en boca de todos. Su rostro amanecía impreso en las primeras planas de Le Monde, Le Figaro, The Herald Tribune y The New York Times.

Una espesa negrura le anegaba por dentro; deseaba volver a su pequeño laboratorio de la Universidad de Westfallen y sumergirse de nuevo en la dinámica paciente de sus experimentos e investigaciones. Había mucho que hacer; era una locura todo lo que estaba viviendo. Ojalá no hubiese dado a conocer al mundo su descubrimiento, pensaba abatido.

Ante la imposibilidad de dominarse, descorchó una botella y comenzó a escanciar su contenido en una magnífica copa de cristal de Bohemia. Aquel saloncito al estilo Luis XIV, donde habían comparecido personalidades de la más alta alcurnia —desde monarcas, pasando por ministros y grandes magnates—, se lo tragaba, envuelto en una fragancia a flores frescas.

Catherine irrumpió en la estancia: traía varias bolsas. Su rostro delataba una euforia desmedida. Encendida, se sentó sobre las rodillas de su marido y fue extrayendo el contenido de las mismas, enumerando una a una las maravillas que había adquirido en la ciudad. De repente, Krianj observó el espejo y se percató de que su mujer le había colocado un sombrero de copa de terciopelo negro. Aquella imagen de sí mismo se le antojó ridícula. A pesar de todo, el científico mostró una cándida sonrisa de aprobación. Catherine le obsequió con un beso y se afanó en recogerlo todo. La vio traspasar el umbral; aún seguía hablándole. Él volvió a llenar la copa. Sus venas se dilataban con el alcohol y la realidad en su mente comenzaba a desdibujarse. No obstante, aún distinguía las cortantes aristas y volvió a llenar la copa.

Al poco tiempo, su mujer salió del dormitorio luciendo un vestido negro satén, un diseño exclusivo de Gautieri. Buscaba la complicidad de su marido cuando su rostro dibujó una mueca de horror: la copa rodaba sobre la moqueta. Krianj se incorporó, ayudado por ella, que no cesaba de increparlo. Arrastraba los pies y el alma, aunque la hoguera parecía haberse apaciguado en su interior; una luz caleidoscópica parecía guiarlo. Tropezó con varios paquetes —presentes sin abrir— y culminó su lastimoso periplo al sentir una descarga de frialdad cristalina sobre su rostro.

Durante la recepción permaneció absorto: la abrumadora sensación de agobio se había mitigado. Ahora estrechaba manos y dedicaba sonrisas sin sentir el acicate de la banalidad y el absurdo. Exploraba aquellos rostros complacientes, sin poder enfocarlos; su lengua se mantenía rebelde y un cierto rescoldo de prudencia lo mantenía alejado de la palabra. Su mujer hacía de interlocutora.

Sobre la mesa únicamente reconocía el valor de lo inútil y lo superfluo. Para él hubiera sido imposible comparecer asistido por la razón. Encontraba peculiarmente atractiva la posibilidad de aplicar el logaritmo de Keller en sus ecuaciones estructurales; sin duda, ese era el siguiente paso. Entonces alguien reclamaba su atención y era su mujer la que lo auxiliaba, interponiéndose con alguna oportuna ocurrencia.

Algunas de las personalidades que visitaron la mesa durante la velada quedaron profundamente impresionadas al toparse con los ojos enrojecidos, perdidos, del gran Krianj Molde. En ese momento, Krianj se asemejaba más a un carbonero de Königsberg que al ganador del premio Nobel de Física.

La niebla asolaba la campiña; las sombras boscosas de Brandeburgo anunciaban el comienzo de la Selva Negra. Sobre una de esas crestas huérfanas, que despuntaban entre un mar de exuberancia, se levantaba la cabaña del leñador Soren Molde y su esposa. Podía sentir la fragancia salvaje de las coníferas y el correr bullicioso de los arroyos que descendían desde las estribaciones de los Alpes.

De repente, un agudo silbido anunció la intervención del maestro de ceremonias. Todos los presentes se giraron, y un estruendoso aplauso hizo retumbar el salón real.

Catherine no perdía de vista a su marido, que caminaba en dirección al atril, saludando y estrechando la mano de aquellos que se lo solicitaban. Fue entonces cuando la servilleta se contrajo en su puño al verlo tropezar con el primer peldaño de la escalinata; afortunadamente, Krianj logró reponerse. En el segundo traspiés resultó providencial la asistencia de los mozos que, con sus guantes blancos, cual ángeles custodios, lo elevaron hasta la cúspide.

Admiraba la perfecta simetría de los diminutos cuadros que adornaban la alfombra. Entonces se encogió, al verse encaramado en el atril, en aquel marco incomparable. Contemplaba anonadado las formidables dimensiones del salón real, con sus inmensos ventanales y columnas, y, como un resorte, comenzó a hurgar en sus bolsillos. Su intento de discurso descansaba a los pies del escritorio del hotel, entre una confusión de amasijos desechados. Ahora no lograba recordar si había llegado a cerrar la pluma, o si lo había hecho antes o después de descorchar la última botella.

Una marea de murmullos embargó la sala. Varios flashes lograron aturdirlo y un creciente hormigueo invadió sus manos, al tiempo que sus piernas insistían en flaquear y su corazón comenzaba a atronar desbocado.

Alguna fuerza extraña le impedía articular palabra. Su hálito se hallaba apagado, extinguido, por más que insistiera en avivarlo. El rostro se le incendiaba por momentos y un terrible temblor empezó a sacudir sus extremidades, sobre todo su cuello, que se veía impotente a la hora de sostenerle la cabeza.

Se sobresaltó al sentir un leve contacto sobre su hombro derecho, descubriendo el semblante cariacontecido del maestro de ceremonias. Los murmullos fueron creciendo en intensidad y los flashes se redoblaron; algunas personas se habían levantado para observar mejor. El maestro de ceremonias y varios mozos asistían al Nobel, que parecía visiblemente indispuesto.

En ese momento, mientras Krianj era ayudado en su descenso por la escalinata, preso de una gran excitación, comenzó a vociferar algo. Esto hizo que algunos mozos perdieran un tanto las formas, en su premura por desalojar al hombre del gran salón, ante la atónita mirada y el murmullo generalizado de la concurrencia. Él, no obstante, alzó aún más la voz; al parecer, gritaba el nombre de una mujer, tal vez la misma que, desde hacía unos minutos, había abandonado su lugar en la mesa.

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